sábado, 3 de enero de 2015

“Jesús nace para alegrar a todos los pueblos“

Lectura del santo evangelio según san Juan 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás:  Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
 
Palabra del Señor



Evangelio Comentado por:
José Antonio Pagola
Juan (1, 1-18)

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LA MADRE NOS ACOMPAÑA

Se dice que los cristianos de hoy vibramos menos ante la figura de María que los creyentes de otras épocas. Quizás somos víctimas inconscientes de muchos recelos y sospechas ante deformaciones habidas en la piedad mariana.
 
A veces, se había insistido de manera excesivamente unilateral en la función protectora de María, la Madre que ampara a sus hijos e hijas de todos los males, sin convertirlos a una vida más evangélica.
 
Otras veces, algunos tipos de devoción mariana no han sabido exaltar a María como madre sin crear una dependencia insana de una «madre idealizada» y fomentar una inmadurez y un infantilismo religioso.
 
Quizás, esta misma idealización de María como «la mujer única» ha podido alimentar un cierto menosprecio a la mujer real y ser un refuerzo más del dominio masculino. Al menos, no deberíamos desatender ligeramente estos reproches que, desde frentes diversos, se nos hace a los católicos.
 
Pero sería lamentable que empobreciéramos nuestra vida religiosa olvidando el regalo que María puede significar para los creyentes.
 
Una piedad mariana bien entendida no encierra a nadie en el infantilismo, sino que asegura en nuestra vida de fe la presencia enriquecedora de lo femenino. El mismo Dios ha querido encarnarse en el seno de una mujer. Desde entonces, podemos decir que «lo femenino es camino hacia Dios y de Dios» (L. Boff).
 
La humanidad necesita siempre de esa riqueza que asociamos a lo femenino porque, aunque también se da en el varón, se condensa de manera especial en la mujer: intimidad, acogida, solicitud, cariño, ternura, entrega al misterio, gestación, donación de vida.
 
Siempre que marginamos a María de nuestra vida, empobrecemos nuestra fe. Y siempre que despreciamos lo femenino, nos cerramos a cauces posibles de acercamiento a ese Dios que se nos ha ofrecido en los brazos de una madre.
 
Comenzamos el año celebrando la fiesta de Santa María, Madre de Dios. Su fidelidad y entrega a la Palabra de Dios, su identificación con los pequeños, su adhesión a las opciones de su hijo Jesús, su presencia servidora en la Iglesia naciente y, antes que nada, su servicio de Madre del Salvador hacen de ella la Madre de nuestra fe y de nuestra esperanza.

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