EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS (1,26-38)
"En aquel tiempo, salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero.
Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad de origen.
También José, que era de la casa y la familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén.
Iba a inscribirse con su esposa María, que estaba encinta.
Y mientras estaba allí, le llegó la hora del parto. Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.
En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turnos su rebaño.
De repente, se presentó un ángel del Señor.
La gloria de Dios los envolvió en claridad.
Y los pastores se asustaron.
Entonces les dijo el ángel:
-No temáis.
Os traigo la Buena Noticia, la gran alegría para todo el pueblo.
Hoy, en la ciudad de David,
os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor.
Ésta es la señal:
encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
De pronto, apareció una multitud celestial en torno al ángel, que alababa a Dios diciendo:
¡Gloria a Dios en el cielo
y paz en la tierra a los hombres a quienes Dios ama!".
PALABRA DEL SEÑOR
Evangelio Comentado por:
José Antonio Pagola
San Lucas (1,26-38)
¡Felicidades, Jesús! ¡Felicidades, hermanos!
Esta es la noche de las felicitaciones, porque es la noche de la felicidad, de la dicha más grande jamás anunciada: Dios se acordó de nosotros, Dios está entre nosotros, Dios nos quiere, nos ama y nos salva.
¡Felicidades, Jesús! Te has hecho tan nuestro que eres uno de nosotros, un niño que nace, que comienza a cumplir años.
Y cuando uno de los nuestros cumple años le decimos lo que a ti: ¡Felicidades!, ¡Bienvenido!
Te has hecho tan nuestro que eres uno de nosotros, y cuando uno de los nuestros descubre o aporta algo importante, le felicitamos. Y tú nos descubres lo más importante: al mismo Dios; y tú nos aportas lo jamás soñado: el amor inmenso de Dios que se hace ternura en la carne de un niño, que se expresa en beso de perdón y de acogida, que se derrama en esperanza salvadora, que se entrega hasta la locura de la cruz. ¡Felicidades y gracias, Jesús!
¡Felicidades, hermanos! Estamos de enhorabuena. De la más completa enhorabuena. Lo increíble ha sucedido. Lo esperado por los siglos ha llegado. "El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló" (ls 9,1).
El cielo ha rasgado sus velos y ha tendido un puente hasta la tierra. Desde hoy cielo y tierra se han unido. Dios y hombre se han fundido en un abrazo tan estrecho, que será imposible separarlos: el hijo será nuestro hermano para siempre y nosotros para siempre sus hijos.
Cristo asume por completo nuestra vida humana, para que nosotros asumamos en él la vida divina. Cristo nace e inicia su camino de amor hasta la muerte, para que nosotros nos hagamos compañeros de viaje y caminemos con él por el amor hasta la vida que vence a la misma muerte y se abre a la resurrección. Así que felicidades, hermanos, estamos de enhorabuena.
¡Felicidades, María! ¡Es un niño precioso! ¡De verdad! Nunca podremos decirlo a nadie con más verdad que a ti. Porque sabes que ese niño, tu hijo, el que acabas de alumbrar y aún estrechas en tus brazos, es la joya más preciosa, el tesoro más valioso y, por encontrarlo, merece dejarlo todo y entregarlo todo, hasta la propia vida.
Porque ese "niño que nos ha nacido, ese hijo que tú nos has dado, lleva al hombro el principado, y es su nombre: maravilla de consejero, Dios Amigo, Padre perpetuo, príncipe de la paz" (Is 9,5). Por eso estás serena, a pesar de no poder ofrecerle otra cosa al Dios hombre de tus entrañas, nacido entre tanta pobreza. Porque sabes que la riqueza es él, y que precisamente desde la pobreza de un corazón sin apego alguno, es desde donde le podemos presentar lo único que viene a buscar, nuestro amor.
¡Felicidades, José! No te apenes por no haber podido contar siquiera con la cuna de madera que, a buen seguro, estabas preparando en Nazaret con tantísimo cariño. ¿Ves? El pesebre que con tu buena maña has convertido en un moisés improvisado, es el mejor trono real para este Príncipe de la Paz. ¡Quédate satisfecho, José! Dios ha encontrado en ti, el hombre justo para ser el padre de quien trae la justicia; el creyente fiel que ha merecido cumplir las Escrituras y ponerle el nombre al Salvador, Jesús; el esposo que cuida en amor del amor virginal de María y del fruto virginal de su vientre.
En vosotros, Jesús, María y José, nos felicitamos todos. Porque -lo decía san Pablo- "ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la vida sin fe y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y santa" (Tit 2,11-12).
Este queremos que sea nuestro regalo: vivir con fe, sabiéndote descubrir en la carne más débil y necesitada de nuestros hermanos los hombres; vivir con sobriedad, aprendiendo tu lección de pobreza para compartir con ellos cuanto somos y tenemos, como tú; vivir con honradez nuestra religiosidad para demostrarte que te amamos amando a los demás.
Nuestro regalo eres tú, Señor. Permítenos restregarnos los ojos para creer lo que está sucediendo.
Permítenos escuchar una vez más "la Buena Noticia, la gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2,10-12).
Aquí, en la Eucaristía, que es el nuevo Belén, tenemos la señal: es el Mesías, el Señor, renovando su nacimiento y con él el misterio todo de nuestra redención.
Aquí y en él, en Cristo, Dios nos sale al encuentro con su salvación realizada ya y que culminará cuando este Príncipe de la Paz reúna todo principado en el cielo y la tierra y lo presente a Dios en la plenitud de los tiempos. Entonces nuestro canto será como el de esta noche, aunque con una palabra añadida: "Gloria a Dios en el cielo, y en la nueva tierra paz a los hombres que ama el Señor".
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