“Señor has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino” (Salmo 4)
Como cada año, el día 2 de febrero, la Iglesia nos recuerda el valor de la vida consagrada y nos invita a reflexionar sobre el regalo que supone para la vida del mundo la realidad interpelante de hombres y mujeres consagrados. En la historia ha surgido una multitud inacabable de testigos que han narrado en primera persona su experiencia de Dios y se han entregado sin límite -hasta el martirio- a la causa de la justicia. Dios y la justicia de la mano en la confesión de la fe.
En el año 2008 veinte nuevos mártires - muchos de ellos consagrados- han depositado su vida y su sangre en los surcos de nuestra vieja tierra para que pueda surgir esa nueva cosecha que anhelamos.
Este año el lema escogido quiere subrayar esta convicción siempre joven que acompaña los mejores momentos de la vida consagrada: “Si tu vida es Cristo, manifiéstalo”
El lema de CONFER para el curso que ha terminado iba en la misma dirección: Queremos ser testigos de Dios aquí y ahora. En un mundo de tantas palabras y la mayoría tan desgastadas y decepcionantes, necesitamos decir en primera persona que Dios nos ha amado mucho y que esta seguridad nos arrastra hacia el amor incondicional a todos los hombres.
Estamos convencidos de que una nueva tierra tiene que labrarse para que nazca llena de colorido la justicia y haya pan abundante para todos. Al margen de las sombras grises que nos acechan por el camino: falta de respeto a la vida, autobuses ateos, violencia y sufrimiento, guerras fratricidas, la vida consagrada reafirma su deseo de vivir con fidelidad a su Señor y de estar muy cerca de esta humanidad sufriente y desorientada para animarla en la esperanza.
Nuestras comunidades de consagradas y consagrados encienden, en este día 2 de febrero, su candil de aceite, para elevar a las alturas su oración como incienso al caer la tarde. Rezad con nosotros. Ahí estamos todos. Los cientos y cientos de consagrados y consagradas arrugados por el peso de la vida, enfermos y ancianos, que mantienen encendida su lámpara porque saben que su consagración se mantiene viva en su corazón.
Los cientos y cientos de consagrados y consagradas que cada mañana abren su ventana a la vida, después de haber tratado de amistad con Dios, para mirar y escuchar los gemidos de esta dolorida humanidad.
Los cientos y cientos de consagrados y consagradas jóvenes con la sangre caliente que han decidido apostar por lo eterno, por lo sustancial, por el amor que nunca se acaba; que han declarado la batalla a lo superficial, a lo pasajero, a lo aparente para escalar alguna cima y contemplar el horizonte iluminado con la cara radiante. Su vida es Cristo y lo manifiestan porque no pueden callarlo.
La vida consagrada se sabe invitada a atravesar las sendas martiriales del sufrimiento porque el amor le quema por dentro y no puede detener sus pies.
Ahí está como ejemplo vivo la hermana Presentación López Vivar, que aparece en el cartel de la Jornada, como icono real de esta encarnación a la que la vida consagrada está convocada. Ella, desde una inmensa sencillez, ha regalado su servicio a los más pobres en la misión del Congo y ha asumido el sufrimiento martirial de su vocación consagrada y misionera. Ha perdido sus piernas y ha ganado para nosotros un océano de coherencia que roza la santidad.
Estamos en deuda con ella; el mundo entero está en deuda con ella. Cuando avanzan las sombras de la tarde porque el sol declina, la vida consagrada se arrodilla en la penumbra del rincón y canta agradecida: ¿Cómo te pagaré, oh Señor, todo el bien que me has hecho?
Un agradecimiento asombrado llena nuestra boca de risas y nuestra garganta de cantares porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres. E
n estos tiempos recios, de crisis y cambios impresionantes que nos están tocando vivir, no nos sentimos perseguidos, ni marginados; nos sentimos convocados a colaborar con todos los hombres y mujeres a construir el Reino de Dios que avanza entre nosotros y quiere llegar a todos, a todos.
No queremos sentirnos víctimas sino testigos. No buscamos grandezas ni números sino entrega y gozo en el Señor Jesús para acompañar a los más pequeños y olvidados. No queremos sentirnos una casta religiosa especial sino unos hermanos pequeños y pobres que han puesto su grandeza en la entrega por amor. No buscamos privilegios ni rentas sino arrimar el hombro desde nuestras capacidades para que la dignidad del ser humano se eleve hasta las cumbres de la filiación divina.
Podéis contar con nosotros para celebrar lo humano y bendecir lo divino. Dios es nuestra mayor alegría, la mejor manera que tenemos de disfrutar de la vida y de sentirnos hombres y mujeres en plenitud. Nunca iremos contra nadie y nos tendréis siempre a vuestro lado allí donde estéis. Sabemos que no podemos solos pero contamos con la ayuda de Dios y con vuestra ayuda si nos tenéis como hermanos. Porque nuestra vida es Cristo y así lo queremos manifestar”.
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