En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad
de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José,
de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando a su presencia, dijo: - Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres.
Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era
aquél.
El ángel le dijo: - No temas, María, porque has encontrado gracia
ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por
nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará
el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin.
Y María dijo al ángel: - ¿Cómo será eso, pues no conozco
varón?
El ángel le contestó: - El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se
llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez,
ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque
para Dios nada hay imposible.
María
contestó: - Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el
ángel se retiró.
Palabra del Señor
LA ALEGRIA POSIBLE
La primera
palabra de parte de Dios a los hombres, cuando el Salvador se acerca al mundo,
es una invitación a la alegría. Es lo que escucha María: Alégrate.
J. Moltmann,
el gran teólogo de la esperanza, lo ha expresado así: «La palabra última y
primera de la gran liberación que viene de Dios no es odio, sino alegría; no
condena, sino absolución. Cristo nace de la alegría de Dios y muere y resucita para traer su
alegría a este mundo contradictorio y absurdo».
Sin embargo,
la alegría no es fácil. A nadie se le puede obligar a que esté alegre ni se le
puede imponer la alegría por la fuerza. La verdadera alegría debe nacer y crecer
en lo más profundo de nosotros mismos.
De lo
contrario; será risa exterior, carcajada vacía, euforia creada quizás en una
«sala de fiestas», pero la alegría se quedará fuera, a la puerta de nuestro
corazón.
La alegría
es un don hermoso, pero también muy vulnerable. Un don que hay que saber
cultivar con humildad y generosidad en el fondo del alma. H. Hesse explica los
rostros atormentados, nerviosos y tristes de tantos hombres, de esta manera tan
simple: «Es porque la felicidad sólo puede sentirla el alma, no la razón, ni el
vientre, ni la cabeza, ni la bolsa».
Pero hay
algo más. ¿Cómo se puede ser feliz cuando hay tantos sufrimientos sobre la
tierra? ¿Cómo se puede reír, cuando aún no están secas todas las lágrimas, sino
que brotan diariamente otras nuevas? ¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de
la humanidad se encuentran hundidas en el hambre, la miseria o la guerra?
La alegría
de María es el gozo de una mujer creyente que se alegra en Dios salvador, el que
levanta a los humillados y dispersa a los soberbios, el que colma de bienes a
los hambrientos y despide a los ricos vacíos.
La alegría
verdadera sólo es posible en el corazón del hombre que anhela y busca justicia;
libertad y fraternidad entre los hombres.
María se
alegra en Dios, porque viene a consumar la esperanza de los abandonados.
Sólo se
puede ser alegre en comunión con los que sufren y en solidaridad con los que
lloran.
Sólo tiene
derecho a la alegría quien lucha por hacerla posible entre los humillados.
Sólo puede
ser feliz quien se esfuerza por hacer felices a otros.
Sólo puede
celebrar la Navidad quien busca sinceramente el nacimiento de un hombre nuevo
entre nosotros.
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