sábado, 8 de diciembre de 2012

Inmaculada Concepción

Lectura del santo Evangelio según san Lucas

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando a su presencia, dijo: - Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres.
Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: - No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.
Y María dijo al ángel: - ¿Cómo será eso, pues no conozco varón?
El ángel le contestó: - El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.
María contestó: - Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró.

Palabra del Señor
 
 
 
LA ALEGRIA POSIBLE
 
La primera palabra de parte de Dios a los hombres, cuando el Salvador se acerca al mundo, es una invitación a la alegría. Es lo que escucha María: Alégrate.
J. Moltmann, el gran teólogo de la esperanza, lo ha expresado así: «La palabra última y primera de la gran liberación que viene de Dios no es odio, sino alegría; no condena, sino absolución. Cristo nace de la alegría de Dios y muere y resucita para traer su alegría a este mundo contradictorio y absurdo».
Sin embargo, la alegría no es fácil. A nadie se le puede obligar a que esté alegre ni se le puede imponer la alegría por la fuerza. La verdadera alegría debe nacer y crecer en lo más profundo de nosotros mismos.
De lo contrario; será risa exterior, carcajada vacía, euforia creada quizás en una «sala de fiestas», pero la alegría se quedará fuera, a la puerta de nuestro corazón.
La alegría es un don hermoso, pero también muy vulnerable. Un don que hay que saber cultivar con humildad y generosidad en el fondo del alma. H. Hesse explica los rostros atormentados, nerviosos y tristes de tantos hombres, de esta manera tan simple: «Es porque la felicidad sólo puede sentirla el alma, no la razón, ni el vientre, ni la cabeza, ni la bolsa».
Pero hay algo más. ¿Cómo se puede ser feliz cuando hay tantos sufrimientos sobre la tierra? ¿Cómo se puede reír, cuando aún no están secas todas las lágrimas, sino que brotan diariamente otras nuevas? ¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de la humanidad se encuentran hundidas en el hambre, la miseria o la guerra?
La alegría de María es el gozo de una mujer creyente que se alegra en Dios salvador, el que levanta a los humillados y dispersa a los soberbios, el que colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos vacíos.
La alegría verdadera sólo es posible en el corazón del hombre que anhela y busca justicia; libertad y fraternidad entre los hombres.
María se alegra en Dios, porque viene a consumar la esperanza de los abandonados.
Sólo se puede ser alegre en comunión con los que sufren y en solidaridad con los que lloran.
Sólo tiene derecho a la alegría quien lucha por hacerla posible entre los humillados.
Sólo puede ser feliz quien se esfuerza por hacer felices a otros.
Sólo puede celebrar la Navidad quien busca sinceramente el nacimiento de un hombre nuevo entre nosotros.
 

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