miércoles, 12 de mayo de 2010

LA HUMILDAD


La Navidad es el día santo en el que brilla la «gran luz» de Cristo portadora de paz. Ciertamente, para reconocerla, para acogerla, se necesita fe, se necesita humildad. La humildad de María, que ha creído en la palabra del Señor, y que fue la primera que, inclinada ante el pesebre, adoró el Fruto de su vientre; la humildad de José, hombre justo, que tuvo la valentía de la fe y prefirió obedecer a Dios antes que proteger su propia reputación; la humildad de los pastores, de los pobres y anónimos pastores, que acogieron el anuncio del mensajero celestial y se apresuraron a ir a la gruta, donde encontraron al niño recién nacido y, llenos de asombro, lo adoraron alabando a Dios (cf. Lc 2,15-20). Los pequeños, los pobres en espíritu: éstos son los protagonistas de la Navidad, tanto ayer como hoy; los protagonistas de siempre de la historia de Dios, los constructores incansables de su Reino de justicia, de amor y de paz.

«Venid, naciones, adorad al Señor». Con María, José y los pastores, con los magos y la muchedumbre innumerable de humildes adoradores del Niño recién nacido, que han acogido el misterio de la Navidad a lo largo de los siglos, dejemos también nosotros, hermanos y hermanas de todos los continentes, que la luz de este día se difunda por todas partes, que entre en nuestros corazones, alumbre y dé calor a nuestros hogares, lleve serenidad y esperanza a nuestras ciudades, y conceda al mundo la paz. Éste es mi deseo para quienes me escucháis. Un deseo que se hace oración humilde y confiada al Niño Jesús, para que su luz disipe las tinieblas de vuestra vida y os llene del amor y de la paz. El Señor, que ha hecho resplandecer en Cristo su rostro de misericordia, os colme con su felicidad y os haga mensajeros de su bondad.
Benedicto XVI

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