En tu silencio acogedor nos
ofreces ser tu palabra
traducida en miles de lenguas,
adaptada a toda situación.
Quieres expresarte, Señor, en nuestros labios,
en el susurro al enfermo terminal,
en el grito que sacude la injusticia,
en la pregunta cariñosa a la mujer del barrio
que tiene el hijo enfermo,
en la sílaba que alfabetiza a un niño.
En tu respeto a nuestra historia,
nos ofreces ser tus manos para producir el arroz,
lavar la ropa familiar, salvar la vida con una cirugía,
llegar en la caricia de los dedos que alivia la fiebre
sobre la frente o enciende el amor en la mejilla.
En tu aparente parálisis,
nos envían a recorrer caminos.
Somos tus pies y te acercamos
a las vidas más marginadas,
pisadas suaves para no despertar
a los niños que duermen en su inocencia,
pisadas fuertes para bajar a la mina
o llevar con prisa una carta perfumada.
Nos pides ser tus oídos,
para que tu escucha tenga rostro,
atención y sentimiento.
Para que no se diluyan en el aire
las quejas contra tu ausencia,
las confesiones del pasado que remuerde,
la duda que paraliza la vida
y el amor que comparte su alegría.
Gracias, Señor, porque nos necesitas.
¿Cómo anunciarías tu propuesta
sin alguien que te escuche en el silencio?
¿Cómo mirarías con ternura
sin un corazón que sienta tu mirada?
¿Cómo gritarías en defensa de la Vida,
sin alguien que entienda
tu indignación ante tanta muerte
y esté dispuesta a prestarte su voz?
Gracias, Señor, porque nos necesitas.