martes, 15 de noviembre de 2011
SED (Sal.62)
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca
agostada, sin agua
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria!
Esa es la palabra, clara y única, que define el estado de mi alma, Señor: sed.
Sed física que quema mis entrañas y apergamina mi garganta.
La sed del desierto, de las arenas secas y el sol ardiente,
de dunas y espejismos, de yermos sin fin y cielos sin misericordia.
La sed que se impone a todos los demás deseos
y se adelanta a toda otra necesidad.
La sed que necesita el trago de agua para vivir,
para subsistir, para devolver los sentidos al cuerpo y la paz al alma.
La sed que moviliza cada célula y cada miembro,
cada pensamiento para buscar el próximo oasis
y llegar a él antes de que la vida misma se queme en el cuerpo.
Tal es mi deseo por ti, Señor.
Sed en el cuerpo y en el alma.
Sed de tu presencia, de tu visión, de tu amor.
Sed de ti. Sed de las aguas de la vida,
que son las únicas que pueden traer el descanso a mi alma reseca.
Aguas saltarinas en medio del desierto, milagro de luz y frescura,
arroyos de alegría, juego transparente de olas que cantan
y corrientes que bailan sobre la tierra seca y las piedras inertes.
Resplandor en la noche y melodía en el silencio.
Te deseo y te amo. En ti espero y en ti descanso.
Aumenta mi sed, Señor, para que yo
intensifique mi búsqueda de las fuentes de la vida.
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