martes, 15 de marzo de 2011

Cuaresma: la experiencia del desierto

Cuarenta años anduvo Israel por el desierto, cuarenta días estuvo Jesús en el desierto, cuarenta días debemos como Iglesia vivir en el desierto. De lo que se trata, entonces, es de una experiencia de desierto, bastante conocida en la tradición monástica y en la tradición mística. Quisiera destacar algunas características de esta experiencia que nos ayuden a cosechar muchos frutos del desierto (¡vaya paradoja!) al que estamos siendo llamados en este tiempo cuaresmal.
Ir al desierto significa despojo o, dicho de otra forma, concentrarse sólo en lo esencial. No se trata aquí del desierto que recorre el rally Dakar, al que hay que trasladar medios de apoyo impresionantes, sino todo lo contrario, para ir al desierto y desplazarse por él hay que llevar lo estrictamente necesario, hay que ir “ligero de equipaje”, esto implica discriminar entre lo que es verdaderamente esencial y lo que es secundario o superfluo. De esto último hay que despojarse, botarlo como un lastre o, por lo menos, darse cuenta de que no es primordial. Pregunta: ¿Qué elementos secundarios en nuestras vidas los consideramos equivocadamente como esenciales?

El desierto es un lugar de paso: no se construye una casa en medio del mismo. Sería una estupidez confundir el desierto con la Tierra Prometida. No estamos todavía en ella, sino que como comunidad nos dirigimos hacia ella. Somos peregrinos, y en este peregrinaje debemos llevar como posesión sólo aquellos bienes que no pueden ser ni robados por ladrones ni carcomidos por polillas (ver Lc 12,33-34 y Mt 6,19-20), bienes como perdón, misericordia, reconciliación, solidaridad, una mirada benévola a nuestro mundo y un largo etcétera en esta dirección. Pregunta: ¿en qué hemos puesto nuestro corazón? Pista: uno tiene puesto su corazón en aquello que gasta su tiempo y dinero.
El desierto nos muestra con crudeza nuestra fragilidad, nuestra indigencia, nuestra inconsistencia radical, nuestra transitoriedad, lo que nos debe llevar a reconocer nuestra dependencia en una doble dirección: en relación a los demás y en relación a Dios. La transitoriedad, que nos puede conducir a melancólicas reflexiones, en realidad nos invita a valorar todos los momentos de nuestra existencia; nos lleva a considerar con agradecimiento el milagro de existir y los dones (o maná) que diariamente recibimos. Nos debe llevar sobre todo a confiar en Dios que nos salva de la transitoriedad y que nos invita a vivirla no centrados en nosotros mismos sino vueltos hacia los demás. Pregunta: ¿Dejamos que Dios sea Dios o lo acomodamos a nuestros intereses y expectativas?
Por último, considerar la ambigüedad del desierto, que puede ser ocasión de salvación o de perdición, porque en él podemos encontrar a Dios pero también a los demonios. Desnudos y frágiles en el desierto tenemos todavía la tentación absurda de creer que somos amos y señores de nuestra vida de manera completamente independiente. Israel después de haber encontrado a su Dios en el desierto (ver Éx 19-20) sucumbió a la tentación de rechazo de Dios y de autosuficiencia, por lo menos la primera generación (ver Núm 14). Jesús también enfrentó la tentación demoníaca, ante la que salió victorioso por su inquebrantable fidelidad a su Padre. En nuestra entrega a Jesús radica nuestro propio triunfo, pero hay una condición insoslayable: abandonar lo secundario y dirigirnos al desierto, a la fabulosa aventura de la fe.
Fuente: Formación Bíblica

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