“¡Señor, dueño nuestro, qué admirable
es tu nombre en toda la tierra!”
El salmista canta
agradecido y alaba con alegría
el Nombre del Señor.
María es la gran obra salida de las manos
de
Dios. Ella
misma, desde lo íntimo se
su corazón lo proclama:
“el Poderoso
ha
hecho tanto por mí”, no para un engreimiento
de autocomplacencia, sino viendo en ello la misericordia divina que “llega a sus fieles de generación en generación”.
Expresión del amor y benevolencia de Dios, María es “la llena de gracia”. Correspondiendo a
ese amor
es
“dichosa porque ha creído”, se ha fiado de Dios. Tierra buena
que
acoge los dones divinos que hace fecundar y dar fruto “conservando el recuerdo
de
todo esto, meditándolo en su corazón”. No se encierra en sí mismo en una contemplación narcisista. Ese don le impulsa a los demás y se “pone en camino y fue a toda prisa a un pueblo de Judea”.
Vive con el corazón abierto dejando
llegue el ruido de
fuera que hablan de las necesidades
de
los demás: “No les queda vino”. La hemos contemplado
junto a la cruz compartiendo el dolor de su Hijo. Sabe estar presente en el
grupo de los seguidores de Jesús porque la fe
no es una aventura en solitario sino vivencia compartida y alentada por los hermanos: “Se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, además de María, la madre de Jesús”.
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